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escuchar cuanto se dialoga, al tiempo que se encastra per-                                                                              Textos complementarios (o de apoyo):

         fectamente en el armazón (común en todos los autores co-

         mentados) de una polifonía de voces.                                                                                    A) “EL PAISAJE DE LA INFANCIA” SEGÚN ALFONS

                                                                                                                                 CERVERA, JOSÉ GIMÉNEZ CORBATÓN Y JULIO LLA-

         Los Pirineos y Monte Oscuro                                                                                             MAZARES.


         También  el  dietario  Aunque de nada sirva  (1995)  y  cier-


         tos fragmentos o capítulos de La marea anuncian la fuer-                                                                1) Alfons Cervera: El espacio literario de “Los Yesares”.

         za y la trascendencia que el paisaje y la memoria adquieren

         en obras como Siempre quedará París (2005) y, sobre todo,                                                               “La infancia es un paisaje. Al principio, vacío. No hay nada

         en Muerde el silencio (2007) de Ramón Acín, hasta acabar                                                                en la mirada de esa infancia. Tal vez un círculo donde se

         constituyendo, finalmente, el espacio concreto de “Monte                                                                amontonan ríos y montañas, una población líquida de bar-

         Oscuro” (obras inéditas) que aúna espacios pirenaicos con                                                               bos, las cabras negras que cada mañana salían a la orden de

         otras tierras oscenses.                                                                                                 un perro insignificante y ladrador a buscarse la vida entre
                                                                                                                                 las aliagas, los pájaros grises que caían con grititos ridículos


                                                                                                                                 en el cepo de alambre con una miga de pan en el dispara-

                                                                                                                                 dero. El jolgorio infantil en un paisaje que se dibujaba con

                                                                                                                                 saña en los alrededores, fuera del círculo. Después ese pai-

                                                                                                                                 saje (los adentros y las afueras de la marca de tiza robada en

                                                                                                                                 la escuela) se llena de casas, de gente, de sitios que poco a

                                                                                                                                 poco empezarán a construir los recuerdos. Nada —ni ca-

                                                                                                                                 sas ni nada— existen de verdad hasta que alguien habita ese

                                                                                                                                 vacío. Lo decía más o menos César Vallejo. Y sí. A paso de

                                                                                                                                 letargo, el mundo de la infancia crecía hacia dentro y hacia


                                                                                                                                 fuera. Y, paradójicamente, en vez de seguir acogiéndonos en

                                                                                                                                 el círculo donde siempre jugamos a ser nada, lo que hizo fue

                                                                                                                                 ir encogiéndose él mismo, haciéndose más incógnito, redu-

                                                                                                                                 ciendo los barbos, las cabras, aquella vieja moral del paisaje

                                                                                                                                 antiguo, en fantasmas. Luego llegamos nosotros con nues-

                                                                                                                                 tras novelas. La ficción se alimenta de lo invisible, del susu-

                                                                                                                                 rro que antes había sido grito y algarabía por las trochas del


                                                                                                                                 castillo, de lo que ya no está, de las bolitas de aire que un






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                Revist a   de   alces   XXI                                                                                                                                                       Número  1 , 2013
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