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Violencia de la lectura y piedad del lenguaje                                                                           cador, comprensivo, reunificador y armonizador de la con­

                                                                                                                                 tradictoria urdimbre de las cosas y los antitéticos ajustes del
         Frente a ello, si en parte aún de eso se tratase, ¿cómo nos in­                                                         lenguaje, diríamos, bien temperado. Y la piedad del lengua-

         terroga un verdadero texto literario —su escritura y su lec­                                                            je es el senti do, podríamos decir, o bien esperar. Lo contrario

         tura—, con qué violencia, con qué alma? ¿Qué guerra mue­                                                                es, estricta mente, “impotencia”, falta de empuje y vigor, que

         ve en nosotros —o bien qué danzas—?, ¿qué discordias                                                                    consiste en que “el hombre soporta ser arrastrado por las co­

         revuelve o a qué pendencias da lugar?, ¿qué adentros alcan­                                                             sas que están fuera de él” (208).

         za o qué problema nos plantea, esto es, qué confianza en la                                                                    Claro que Spinoza también nos pone en guardia respec­

         vida? ¿Y cómo nos dejamos nosotros interrogar, contrariar,                                                              to a ese impulso de hacer el bien. En la “abyección”, avisa,

         rivalizar con nuestras representaciones y fascinaciones, con                                                            también “existe una especie de piedad” (236), de deseo reso­


         nuestra doctrina? A qué precipicio de precariedad no nos                                                                luto de construir un orden. El “hacer lo que el amor y la pie­

         arrimará un buen texto literario, a qué endeblez y sentimien­                                                           dad nos aconsejan” (120), que es aquello en lo que consiste

         to de incompletitud que sin embargo, paradójicamente, se                                                                la feli ci dad y la beatitud, habrá pues de irse con ese cuidado.

         nos resolverán a su vez luego en fuerza y empuje, valores más                                                                  Trae pues el verdadero relato su discordia y su concor­

         altos incluso que los de la verdad según Nietzsche.                                                                     dia, su violencia y su piedad; trae sus desgarros y sus junturas

                Hay quien opone todo tipo de defensas y obstáculos, de                                                           y reuniones, su desazón y su empuje, sus desaires y aceptacio­

         conocimientos incluso, a la lectura, de quitamiedos, como                                                               nes. Urde, trenza, teje todo ello con la violencia de su bon­


         en la carretera, para no correr el riesgo de salirse de su carril y                                                     dad, de su verdad y su belleza, es decir de su embrujo y su

         no tener que ver el precipicio, y a eso le llama leer. Tiene sus                                                        magia. O tal vez —eso que muchos traducen por sin duda—

         ventajas, en el sentido que acabamos de ver. Pero el relato, el                                                         con esa “violencia que se hace a la realidad con la mentira”

         auténtico relato y la auténtica lectura, es también, además de                                                          en la que radica la facultad artística por excelencia, según en­

         violencia, la piedad del lenguaje.                                                                                      tendió Nietzsche en uno de los fragmentos de sus últimos

                La piedad es un don, es la gracia y a la vez la fuerza que                                                       años cuerdos.

         empuja a aceptar a toda persona y toda cosa (Cessario 168)

         como hijos de un algo superior, pongamos de un Padre, o

         bien de un sentido, pero también podríamos poner, en tér­


         minos de Heráclito, de una guerra, una contienda. Una con­

         tienda de sentido: he ahí a nuestro padre.

                Spinoza llama piedad al “deseo de hacer el bien” que

         surge de que se vive “según la guía de la razón” (Ética, 208);

         piedad es pues el empuje de la razón, del logos, el vigor abar­








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