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nio sigan enterrados allí seguiremos incorporando al padre   trabajo femenino no remunerado), una de sus vecinas que

 tiránico y seremos incapaces de matarlo de una vez por to­  está enferma de cáncer y que es, a la sazón, la hija de la aman­

 das.    te de su esposo. Cuando Agustina le dice “tenemos que ha­

 En este sentido, Nicolas Abraham y María Torok distin­  blar”, Irene le contesta: “De todo lo que tú quieras, pero no

 guen dos mecanismos de duelo diferenciados: introyección e   le digas a nadie que he vuelto”. Mientras Irene mira la tele­

 incorporación. La introyección tiene por objeto internalizar   visión, Raimunda, su hija, se presenta en casa de Agustina

 una pérdida, hacerse cargo de ella a nivel intra­psíquico para   para contarle lo que pasó con Paco y para decirle que no sabe


 poderla velar y poder reestablecer así la dialética objetual del   cómo ha podido vivir todos estos años sin ella, a lo cual Ire­

 deseo. La incorporación, el contraste, tiene como función   ne responde: “No me digas eso que me pongo a llorar y los

 preservar el objeto de la pérdida, impedir que el trabajo del   fantasmas no lloran”. La última escena es un primer plano

 duelo concluya y que la estructura del deseo se restablezca.   de Irene cerrándole la puerta a su hija, seguida de un plano

 En España lo que ha sucedido desde la Transición en ade­  largo caminando por el interior de la casa y finalmente des­

 lante es justamente que se ha interpelado a la sociedad civil   apareciendo por la escalera. El fantasma sólo puede vivir de

 para que incorpore el cadáver y la memoria del dictador. En   puertas para dentro, su trabajo es invisible, su memoria es un


 esos casos especiales —afirman Abraham y Torok— la im­  secreto.

 posibilidad de la introyección es tan profunda que incluso   Esta estructura de encriptamiento es muy similar a la es­

 está prohibido darle un lenguaje a nuestro rechazo de hacer    tructura de invisibilidad y negación social del closet, vivir en

 el duelo. Las palabras no pueden ser pronunciadas, las esce­  el closet es, entre otras cosas, privatizar el deseo, reducirlo a

 nas no se pueden recordar, las lágrimas no acaban de verter­  la esfera doméstica, negarle la dimensión pública y la visibi­

 se —todo será engullido, junto con el trauma que llevó a la    lidad a una forma de vida y una sexualidad que no coincide

 pérdida—. El duelo inexpresable erige una tumba secreta    con la normatividad hegemónica y las ideologías reproduc­

 dentro  del  sujeto  (130).  tivas dominantes. El encriptamiento del padre, su duelo en

 Este proceso de incorporación es, de alguna manera, un   privado, sus entierros a escondidas, el confinamiento del es­


 duelo patológico que adquiere dimensiones perversas cuan­  pectro materno a la esfera doméstica, reproducen una lógica

 do el objeto de la pérdida es el padre franquista. El único   del closet invertida: en lugar de esconder el deseo, se esconde

 lenguaje capaz de metaforizar la pérdida es el lenguaje de   la memoria de la muerte que fue el padre franquista y con

 la madre —el tiempo y el espacio queer que ella convoca—   ella la capacidad de matarlo para siempre, de resistir desde

 pero ésta, como el pasado espectral de la República, regresa   otro tiempo y otro espacio.

 sólo en silencio, sólo en privado, sólo de puertas para aden­

 tro. Al final de la película, Irene, la madre, decide irse a cui­


 dar a Agustina (Blanca Portillo) (otra vez el cuidado como






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 Revist a   de   alces   XXI                                              Número  0 , 2012
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